lunes 7 de abril de 2025
Editorial

Un velo para descorrer

El descubrimiento de un grupo de adolescentes que planeaba ejecutar una matanza en una escuela de la localidad de Ingeniero Maschwitz, partido de Escobar, provincia de Buenos Aires, fue conmocionante y remitió inevitablemente al único antecedente registrado en la Argentina de un caso de este tipo, el acontecido el 28 de septiembre de 2004 en otra ciudad bonaerense: Carmen de Patagones.

Hay algunos puntos de coincidencias aunque, claro, una diferencia contundente: la de hace más de 20 años se consumó y esta pudo frustrarse en las etapas de planificación. Las coincidencias son básicamente dos: la líder del grupo en Ingeniero Maschwitz tiene, como tenía el ejecutor de Carmen de Patagones en el momento del hecho, 15 años. Y ambos padecen trastornos psiquiátricos que explican, en parte, sus activos papeles en la organización de los atentados.

La Masacre de Carmen de Patagones fue perpetrada por un solo adolescente, Rafael Juniors Solich, que asesinó, utilizando un arma de su padre, suboficial de la Prefectura Naval Argentina, a tres de sus compañeros e hirió a otros cinco, que pudieron finalmente salvar sus vidas. Por la edad fue declarado inimputable pero desde entonces vive institucionalizado y privado de su libertad, y es sometido a un tratamiento psiquiátrico con supervisión judicial permanente. En el banco escolar que el adolescente asesino utilizaba se encontró la frase “lo más sensato que podemos hacer los humanos es suicidarnos”. La expresión encierra un desprecio evidente por la vida: la propia y las ajenas.

La líder de la masacre que no fue también padece, según las primeras versiones conocidas, un trastorno mental. Pero la planificación de la matanza contó con la participación de otros compañeros, que no presentarían, por lo menos a primera vista, problemas de esa índole.

Habrá que indagar en profundidad para conocer qué tipo de pensamientos encierran estos adolescentes para planificar un hecho de esta naturaleza, que presuntamente tenía como propósito acabar con la vida de cualquier persona que se cruzara en el momento del atentado, pero también con el destino de los propios perpetradores, que podrían terminar también muriendo si es que las fuerzas de seguridad intervenían, o, indefectiblemente, cambiando totalmente el futuro que tenían por delante. Es imposible que un victimario de una matanza así salga indemne.

Si bien solo algunas mentes perturbadas pueden cometer masacres de esta naturaleza, tienen gravitación en la decisión de llevarlas finalmente a cabo los eventos que consumen a través de redes sociales o eventualmente, en menor medida, de medios de comunicación. Hay, en consecuencia, una suerte de efecto contagio de lo que ocurre con mucha frecuencia en Estados Unidos, donde solo en 2024 hubo 83 tiroteos en escuelas, con un saldo de 38 muertos y al menos 116 heridos.

El atentado de Ingeniero Maschwitz, que no fue pero podría haber sido, abre muchos interrogantes, demasiados, respecto de cómo pueden prevenirse tragedias de esta envergadura. Es un velo que inevitablemente hay que descorrer para advertir lo que realmente hay por detrás, por más espeluznante que sea.

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