martes 19 de noviembre de 2024
Colección Sade- Narrativa catamarqueña

El tigre en celo

Raúl Arnaldo Molina

Aquellos eran días difíciles. La montonera riojana reptaba por el arenoso sendero que se hundía en el monte áspero y espinoso. Era un ciempiés largo que a su paso levantaba una sutil polvareda, cubriendo a hombres y bestias, con una "pátina" gris que los tornaba fantasmagóricos. La huella, que más que unir separaba a La Rioja de Catamarca, era un constante subibaja producido por los arroyos, que solamente en verano, y en contadas ocasiones, corrían como torrentes bermejos por los lechos resecos hasta perderse en las salinas.

Facundo Quiroga, "El Tigre de los Llanos", compartía con el paisanaje las penurias del viaje; detenía su marcha en alguna elevación para pasar revista a la tropa y luego, acompañado por su edecán en un breve galope, retornaba a ocupar su puesto en la vanguardia de la larga caravana.

-¡No entiendo cómo estos "jodidos" y traidores unitarios defienden al negro Rivadavia y a sus aspiraciones de proclamarse rey! Porque me imagino que eso es lo que quiere el hijuaipu... tirao a cajetilla.

Facundo ardía de furor. Se había enterado por el general Bustos, gobernador de Córdoba, de que Rivadavia había pedido que lo ataquen en La Rioja. El Tigre, entonces, azuzaba a su caballo y miraba con furia al norte como si allí estuviera, en persona, su irreconciliable enemigo.

Algunos álamos asomaban ya por sobre el monte, lo que anunciaba la proximidad del caserío de Chumbicha, un conjunto de ranchos recostados sobre las sierras de Ambato entre campos de cultivos.

Era el 6 de octubre de 1826. Las sombras de las cercanas sierras caían hacia el este acentuando las siluetas de los seres y de las cosas cubiertas de polvo y de cansancio; el estridular monótono de los grillos empujaba la noche hasta la copa de los árboles.

-Permiso mi General -era un paisano que, a pesar de la tarde calurosa, vestía con un pesado poncho de color indefinible, ushutas y sombrero en la mano izquierda, mientras que con la derecha hacía la venia militar.

Detrás de él se encontraba el capitán Pantaleón Argañaraz y sobre el caballo todavía, el que había sido gobernador de Catamarca, Eusebio Gregorio Ruzo, quien por miedo a su ex comandante de armas ahora sucesor en el cargo, Manuel Antonio Gutiérrez, había huido a La Rioja para proteger su vida y volvía a su tierra con afán de desquite.

-Sí, hablá -fue la escueta respuesta de Facundo mientras desmontaba de su caballo.

-El enemigo está acampando como a treinta millas de aquí, en un lugar que llaman Coneta -replicó el paisano con inconfundible acento riojano, tratando de poner firmeza en la voz que, sin embargo, se entrecortaba.

-A ver... Argañaraz, mande a cortar el camino a Catamarca. ¡Que nadie salga del pueblo hasta que yo lo ordene! Y disponga que a las cinco en punto se toque diana. ¡Marchen!...

Gutiérrez, hombre de las sierras de Ancasti, era amigo de Facundo, al que había visitado en La Rioja mientras pertenecía al partido federal, pero en los últimos tiempos, convencido por Aráoz de Lamadrid, gobernador de Tucumán, se había volcado al partido unitario defendiendo los intereses del porteño. Ahora esperaba al caudillo riojano para darle combate e impedirle que pasara hacia el norte, a Tucumán.

El Tigre tenía, además de las motivaciones políticas, otro secreto objetivo que hacía palpitar sus sienes y ponía unas gotas de melancolía en su vida. El que era duro y rugoso por fuera como un algarrobo de sus llanos, tenía que contener su ternura, acallar el grito de animal en celo de su sangre como el árbol que guarda en su interior recóndito un resquicio de miel de palo.

Otro día de marcha. El cansancio ponía nuevos silencios y asperezas en la piel. Lentamente, al paso de la tropa, las montañas que forman el valle de Catamarca se iban acercando para unirse en el fondo de aquél. El sol, que asomaba por el naciente, ponía su nota de amarillo dorado en El Ambato y por contraluz de azul profundo en el Ancasti. La tarde era cálida y el viento soplaba del norte barriendo el arenoso y estrecho camino mientras hacía vibrar el "arpa" hirsuta de los cardones.

A medida que se acercaban al lugar del combate los hombres se reconcentraban más, tratando de recordar los rezos aprendidos desde chicos y repasaban en sus recuerdos los rostros de sus seres queridos que se borraban como el paisaje por efectos del polvo. Se habían quedado casi ya sin lágrimas ni esperanzas en el costado del camino o en la puerta del rancho.

¡Ay Rioja!, ¡Ay Argentina!, ¡Cuántas vidas costará la paz! ¡Cuándo cesará la lucha entre hermanos! ¡Cuándo volverán los padres a ser padres y los hijos a ser hijos! ¡Cuándo los hombres volverán a cultivar sus campos, ahora yermos, y a cuidar sus animales, ahora abandonados a la buena de Dios y a la codicia de los apátridas de sangre tibia, que se aprovechan de los que luchan por una causa que tal vez no comprenden muy bien, pero que pone fuego en sus corazones!

-Vea, amigo Ruzo, no hay peor enemigo que el traidor, no merece compasión ni perdón. Hay que aplastarle la cabeza como a las víboras. ¡Ya verán ese Gutiérrez y ese Madrid con quién se han metido!

La montonera vivaqueaba en una hondonada protegida por una pequeña lomada. Los centinelas escondidos detrás de los matorrales oteaban desde lo alto, escudriñando el camino de carros que corría al pie del montículo cubierto de cardones, garabatos, mistoles y quebrachos blancos. A lo lejos, una legua por lo menos hacia el norte, se adivinaba la población de Coneta, que apenas se distinguía del monte por la coloración verde clara de los árboles recién brotados cercanos al caserío, del amarillo de los chañares y breas en flor y del color rojizo de algún tejado.

La noche comenzaba a insinuarse desde las quebradas del Ambato.

El alba asomaba con un blanco "sudario" sobre las cumbres del Ancasti, remarcando la oscura silueta de las sierras. Apenas se sentía saltar entre las sombras el contrapunto desvelado del canto de los gallos y el largo ladrido de algún perro.

La táctica era sencilla. Napoleón Argañaraz con su escuadrón de lanceros atacaría sorpresivamente a los hombres de Gutiérrez, que se encontraban en preparativos para afrontar el combate; luego de la primera carga, el general entraría en el entrevero con las tropas de reserva. No fue necesario.

La sorpresa fue total. No bien los montoneros ingresaron en tropel horrísono entre alaridos y gritos al rastrojo que servía de campamento, la confusión invadió a los unitarios, que cayeron bajo las lanzas y sables de la chusma sin poder reaccionar mientras otros huían perdiéndose en desbande por el monte. Los heridos tirados en el campo fueron pasados a degüello sin piedad. Los vándalos eran los mismos grises y silentes paisanos que se movían como autómatas en la caravana. Guerreros y corceles estaban teñidos de sangre y de aurora.

- ¡Ay, niña Severita! No se ponga triste, no tenga miedo. Dios está aquí con nosotros. Pídale a la Virgencita del Carmen que la ayude. Ese diablo no se va a atrever a entrar en la casa de Dios -decía la anciana monja tratando de calmar a la joven angustiada y temerosa- ¡Rece a la virgencita que ella segurito que la escuchará!

Severa Villafañe contenía sus lágrimas de hinojos, sobre una piel de cabrito a modo de alfombra, en la pequeña celda en la que transcurrían sus días monótonos y aburridos. Era una joven veinteañera de rara belleza, debajo de sus amplias vestimentas similares al hábito de una novicia se adivinaban formas femeninas armoniosas; su rostro de tez demasiado blanca para su tipo criollo, estaba enmarcado en largos bucles negros que daban resalto a sus hermosos ojos del color de la miel. Afuera, en el claustro, reinaba el silencio apenas interrumpido por la melopea de los rezos de las monjas en la capilla, en tanto pasaban las cuentas murmuradas del rosario, que el viento apagaba en su ir y venir.

La tarde era cálida y los dedos invisibles del aire en movimiento cortaban flores de Santa Rita formando remolinos en el amplio patio rodeado de galerías de arcos.

Una duda secreta la acongojaba: ¿Temía tanto a Facundo como a sus propios impulsos? ¿En de veras tanto lo odiaba, o más bien temía ceder escandalizando a su familia y a toda la sociedad? Cuando esos censurados pensamientos asomaban a la conciencia, no sabía si luchar para expulsarlos o, por el contrario, analizar sus sentimientos y gozar de sus íntimas fantasías.

La niña riojana había despertado las pasiones del caudillo de los llanos por su belleza pero, además, porque no se sometió de inmediato a sus deseos como era su costumbre. Facundo había hecho aparentemente una cuestión de honor; pero en lo más secreto de su ánimo la amaba con todas sus fuerzas y sufría el desprecio que laceraba su corazón y enceguecía su razón.

-¡Ya le haré sentir a esa yegua mis espuelas en sus ijares! -decía para su adentro-. No hay lugar en el mundo en donde pueda esconderse. ¡Ella va a ser mía por las buenas o por las malas!

Sin embargo, recordaba con una mezcla de furia y dolor que tuvo que golpearla hasta que cayera sangrante delante de sus hermanos y de su tío, nada menos que el gobernador de La Rioja, el general Villafañe, y en un momento de locura hasta quiso quitarse la vida o hundirse en el sopor del opio por ella.

Después de pasar por un conjunto de casas bajas y blancas de techos de tejas ennegrecidas se podía ver, a la derecha, el pequeño cementerio con algunos túmulos y más allá la parte trasera de la iglesia matriz, recortada con el fondo de las azules montañas. El viento, como todas las tardes, arriaba su rebaño de nubes hacia el sur. Hacia la izquierda, un poco más adelante asomaba el convento de la Virgen del Carmen y San José. En las casas próximas las ventanas se entreabrían dejando escapar, por sus oscuras ranuras, la curiosidad y el temor.

En el convento la paz habitual se trocó en corridas nerviosas, en imploraciones a Dios en voz alta que llenaban de turbación las almas.

-¡Severita! ¡Severita! ¡Niña mía, la llaman en el patio!- La voz de alarma de la vieja monja sacó a la joven de su estupor.

Acostumbrada a obedecer salió al patio lleno de gritos y de órdenes.

Ya estaban todas las novicias, siete u ocho asustadas muchachas en fila.

- ¡Corra niña Severa ¡¡Es el diablo!

La joven atravesó la galería apresuradamente y al mirar a Facundo, que se encontraba con gesto adusto frente a la fila de religiosas, sus piernas se doblaron y cayó extendida en el piso cubierta por las sombras, debajo del palio carmín de la Santa Rita.

Luego, exánime en la cruz del caballo de El Tigre, recostada en su recio pecho, se perdió escoltada por los bárbaros jinetes en la cercana esquina.

La noche caía sobre el valle el 9 de octubre de 1826.

La luna hacía brillar las miradas.

Arnaldo Raúl Molina

El autor nació en San Fernando del Valle de Catamarca el 27 de julio de 1935. Hizo sus primeros estudios en la Escuela Belgrano de esta ciudad. Maestro, profesor de Filosofía y Pedagogía, 1961, y Posgrado de Filosofía en la Universidad Nacional de Tucumán, 1984. Ejerció la docencia Primaria, Media y Superior durante 40 años en escuelas de la provincia de Catamarca y Tucumán. Entre otras funciones, fue Rector de la Escuela Superior del Magisterio de Aguilares, Tucumán, 1970/1984; Supervisor de Enseñanza Media, Especial y Superior de la misma provincia, 1984/87.

Ha publicado los siguientes libros: "La investigación científica, con especial referencia a la investigación pedagógica", 1989; "De un sueño lejano y bello", novela, primera edición de la Universidad Nacional de Catamarca, 1999, segunda edición, 2000; "Los años de plata", 2002, ensayo histórico; "Mientras pasan los días", 2002, poemario; "Once veces Catamarca", relato histórico, primera edición de la Universidad Nacional de Catamarca, 2002, segunda edición 2004, y tercera edición 2017; "El Cristo de Baduna", novela, obra por la que fue declarado "Vecino Ilustre de El Rodeo, Ambato, primera edición 2005, segunda edición 2010, y tercera edición 2017; "La vida en 50 años", relatos, 2006; "La canción popular de raíz folklórica de Catamarca", trabajo de investigación y cancionero, primera edición 2006 y segunda edición 2011; "Diccionario del habla popular de Catamarca", diccionario, primera edición 2009 y segunda edición 2017; "Catamarca: cinco siglos de historia y de cultura", enciclopedia, primera edición 2007; "La otra cara del amor", novela, 2012; "La luz de los sueños", novela, 2017; "El aluvión: la furia del Ambato", primera edición 2015, y segunda edición 2017.

Ha colaborado en diarios y revistas de Catamarca, Tucumán y Buenos Aires. Entre otras distinciones, obtuvo el Segundo Premio 2000, Primero 2001 y Segundo Premio Literario 2006, de la Subsecretaría de Cultura de Catamarca. Ha dictado conferencias, charlas y presentado ponencias en congresos en: Catamarca, Londres (Belén); Salta; Aguilares, Concepción, San Miguel de Tucumán; La Rioja, Chilecito; Buenos Aires; Córdoba, Resistencia, Chaco y Copiapó (Chile).

Reconocimiento de la Municipalidad de El Rodeo como "Vecino Ilustre", año 2008; Reconocimiento del Concejo Deliberante de San Fernando del Valle de Catamarca como "Ciudadano Ilustre", año 2010; Homenaje en la Fiesta Nacional e Internacional del Poncho por "Trayectoria y aporte a la cultura de Catamarca", año 2015; Reconocimiento de la Secretaría de Turismo de la provincia de Catamarca por su obra "El Cristo de Baduna, año 2018; Reconocimiento del Concejo Deliberante de San Femando del Valle de Catamarca por su obra, primera edición 2007, "Catamarca: cinco siglos de historia y de cultura", en diciembre 2021.

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