En un principio de año signado por la tensión entre el Gobierno y la Corte de Justicia, la agenda de vacaciones y las conjeturas electorales, dos incidentes en apariencia aislados vinieron a recordar deficiencias en el abordaje de dramas sociales medulares, que trascienden cualquier coyuntura institucional o política.
Que ambos se traten como episodios policiales marca la preponderancia de una mirada social y también, mea culpa, periodística, que refleja la desaprensiva perspectiva que asume el poder público frente al fenómeno que expresan.
El más dramático es el del bebé de 21 meses que fue internado en el Hospital San Juan Bautista intoxicado con cocaína. El desarrollo de la peripecia judicial mostró los aspectos trágicos del otro, protagonizado por el joven abogado Nahuel Augusto Filippín, imputado por una multiplicidad de delitos que perpetró inducido por su adicción a las drogas.
Disociadas en su tratamiento, las dos historias tienen como denominador común las drogas, en una primera aproximación, y las limitaciones del sector público para dar respuestas más consistentes que la criminalización al flagelo.
Cocaína desde la cuna
La secuencia en el caso del bebé cocainómano es interesante en este sentido.
Su madre lo llevó al Hospital de Niños el miércoles a la medianoche, ya en crisis, y las autoridades del nosocomio decidieron su internación, con custodia policial tras hacer la denuncia correspondiente.
A las pocas horas la mujer empezó a ponerse ansiosa y quiso llevárselo, pero lograron impedírselo. En cuanto los controles se relajaron, consiguió escapar del nosocomio junto con el chico, ante lo cual se activaron los dispositivos de seguridad para encontrarla.
Madre e hijo quedaron bajo custodia y se dio intervención al Sistema de Protección de Menores y al Juzgado de Familia, mientras Fiscalía avanza en la investigación penal.
Tal vez sea pertinente remitirse al caso de Luz Villafañe, una adolescente de 13 años que se suicidó en 2016 poco después de haber sido drogada y violada en una fiesta.
Su madre la había llevado al Eva Perón, donde no corroboraron si había sido ultrajada y la dejaron ir. Los funcionarios policiales y sanitarios que habían intervenido fueron absueltos, pero en la condena al joven que la había violado los jueces Rodrigo Morabito, Luis Guillamondegui y Mauricio Navarro Foressi, señalaron que “la pérdida de vida de Luz se podría haber evitado si se hubiese actuado con debida diligencia reforzada y perspectiva de género”.
En el caso del bebé intoxicado el personal del Hospital de Niños parece haber actuado con la “debida diligencia”, pero es conveniente recordar lo que ocurrió con Luz por lo que viene, bajo un interrogante tétrico: ¿De qué medios dispone el Estado para atender el caso más allá de los dispositivos judiciales?
Con un mínimo de conciencia, el episodio lleva a preguntarse sobre la cantidad de situaciones similares que podría haber. Si la madre recurrió al sistema de salud pública, debe haber estado en una situación desesperante y sin más alternativas que exponerse.
Patología
La historia de Augusto Filippín descubre otras facetas, distintas pero en definitiva complementarias a las del bebé si se adopta una mirada integral.
Se trata de un joven profesional de clase media que ganó celebridad por haber robado sanitarios en el CAPE y, días después, un sofisticado dispositivo tecnológico en el Sanatorio Junín.
La defensa alega que su adicción a las drogas lo hace inimputable. El Cuerpo Interdisciplinario Forense corroboró que es adicto, pero no consideró que esto lo haga inimputable y dictaminó que está en condiciones de permanecer en el penal de Miraflores.
El abogado pasa de cleptómano a adicto.
El expediente por el que está encerrado es el decimocuarto que lo tiene como acusado. Los 13 anteriores desafían la casuística del Código Penal: abuso sexual con acceso carnal, amenazas agravadas por el uso de arma, estafa, robo simple, amenazas simples, coacción, hurto, encubrimiento agravado por actuar con ánimo de lucro.
Si bien una elemental prudencia aconseja aguardar el desarrollo de los trámites judiciales, los elementos disponibles bastan para consignar que la madre del bebé intoxicado con cocaína y Filippín son menos delincuentes que enfermos.
Vale decir: junto a las reacciones policiales y judiciales deberían, teóricamente, desplegarse otras vinculadas a la salud pública, al menos para tomar conciencia de la gravedad y el peligro colectivo que incuba la expansión de las adicciones.
El sistema penal tiene sus mecanismos aceitados para atacar el problema: reprime a los transgresores y los encierra.
Así, los sustrae de la mirada social y la sociedad que se autopercibe sana puede continuar su vida sin remordimientos y con la sensación de estar a salvo. Hasta que algún integrante del círculo íntimo cae en garras de la patología adictiva y se advierte que nadie está exento de padecer por las drogas, por muy equilibrado que suponga estar.
Esfuerzos insuficientes
Los funcionarios y agentes del área de Salud Mental hacen esfuerzos enormes para tratar de contener una demanda en permanente incremento, pero colapsan por falta de recursos materiales y humanos. Ni siquiera puede decirse que exista un diagnóstico pormenorizado de cuál es la situación en Catamarca.
Ocurre que el drama del consumo problemático de alcohol y drogas, al que vino a superponerse el de las nuevas tecnologías y las redes sociales, no es una prioridad en la agenda de la discusión pública, porque no se lo asume como un problema colectivo y, por consiguiente, no hay presión política para tratar de que se avance en un abordaje integral y multidisciplinario.
El mal, sin embargo, acecha y se extiende en alas de una indiferencia que se conforma con afligirse y condenar sus manifestaciones individuales, mientras se niega a admitir la profundidad de su arraigo.