jueves 27 de junio de 2024
Colección SADE- Escritores catamarqueños por autores catamarqueños

Joselín Cerda Rodríguez, el amauta de Pachamama

Judith de los Ángeles Moreno

En estas líneas me propongo recuperar las trazas (en el sentido de huellas) de los días de Joselín Cerda Rodríguez (1920-2003) o Nina Sonqo o Corazón de Fuego, como seguramente hubiese preferido ser llamado, según su nombre quichua. Era un hombre hecho de certezas, decidido siempre a decir lo que pensaba y a obrar siguiendo sus firmes convicciones; la suya fue una vida consecuente entre lo que pensó y lo que hizo, y su escritura literaria, el fruto de una voz coherente. A lo largo de sus años, actuó movido por el anhelo de “seguir buscando aquellos pasos que abrió la ‘ushuta’ del indio hace miles de años”, para decirlo con palabras del narrador del relato “La paila” (2002:17) o, como confiesa el de “Don Pánfilo y la Luz Mala”: “Ésas son las huellas, las antiguas raíces, el tesoro que busco sin cesar aprendiendo y viviendo en el mundo de mis ancestros”(1996a: 90).

Escritor amauta: “El escogido para mantener fresca, en la memoria de los pueblos los hechos heroicos de la raza” , pocos como él se mantuvieron en la insistencia de no perder su historia indígena; amauta de su comunidad nunca renunció a escuchar “lo que Pachamama le susurra quedamente al oído” (1998: 41). El suyo es un proyecto escriturario que responde al sostenido afán de recuperar la memoria personal (pero a la vez colectiva) y la identidad étnica a través de la palabra para fijarlas en la memoria de la letra, para manifestar lo indígena andino desde lo contrahegemónico. La palabra escrita le posibilitó organizar la memoria, resignificar los recuerdos y consolidar las relaciones e interrelaciones con las gentes y las comunidades con quienes se sentía integrado en la herencia aborigen.

En la contratapa de su libro Las sendas del Llastay (1994) se lee sobre sí mismo: “Por sus venas circula lo que él considera su edad real: 200 años de sangre cobriza”. Su obra, en este sentido, es enteramente consonante con su actitud ante la vida. Tanto en su trayectoria vital como en su escritura, el más visible plano está ocupado por la exaltación de los valores que encarna y representa el mundo indígena andino y la etnia colla, kolla o coya .

Ha publicado los siguientes libros: Los días iniciales (1993), Las sendas del Llastay (1994), Chelemín y su época. Breve reseña histórica de los dos Juanes (1995), Tinogasta en la leyenda (1996a), Cuentos para el asombro (1996b), Adiós inocencia (17 cuentos eróticos) (1996c), La vida comienza al amanecer (1997), Hablemos de nuestras raíces (1998), El indio a caballo (1999), Cuentos de la realidad y la ficción (2001), Ocaso de una pasión (2001) y Estampas del pasado (2002).

Además, es autor de trabajos periodísticos -crónicas de viaje- aparecidos entre el 13 de septiembre y el 6 de diciembre de 1998 en el Suplemento Cultural de Diario El Ancasti, que lo revelan como un observador atento, como el viajero de “pupila alerta”, permeable, abierta a percibir las cosas y las presencias auténticas, a deslumbrarse ante la increíble belleza de lo natural.

Don Joselín Cerda Rodríguez fue un hombre de abundantes lecturas (que pueden rastrearse en sus obras, tanto en menciones explícitas como en alusiones e implícitos); de relatos de constantes viajes (como aquel que realizó al Cusco, Perú) o de los frecuentes regresos a su Tinogasta natal, lugar por el que sentía un indisimulado y manifiesto apego; del contacto permanente con la tradición oral y popular; de andares y desandares en los que (posiblemente) iba tramando y entramando sus textos. De todas estas urdimbres está tejida su escritura. Hay lirismo en las evocaciones de los entornos naturales de la Puna y sus dimensiones. Algunos ejemplos de Chelemín y su época. Breve reseña histórica de los dos Juanes:

[La puna] “con su inigualable capacidad de asombrar” (1995, p.16);

“Es imposible discernir si ese murmullo insoportable que es el silencio, si ese zumbido enloquecedor viene del mundo de la piedra o la arena o es nuestro corazón el que retumba dentro del pecho en los oídos, en las sienes. Ese silencio envolvente es el que inspiró al hombre del altiplano para crear sus propios instrumentos musicales como la caja y especialmente la quena, compañeras insustituibles en el agobiador mundo que ha elegido para vivir” (1995, p.19).

Y este otro ejemplo de Hablemos de nuestras raíces (1998, p.34):

[…] en las épocas de lluvias estivales las tierras pedregosas reverdecen y por todos lados, entre las areniscas y pedregones o por encima de la costra gredosa brotan plantitas desconocidas cuyas flores silvestres dan nota colorida a semejante panorama. Es como el agradecimiento florido de la tierra a la escasa agua que ha caído.

Instalado desde otras convicciones sobre lo sagrado, a contrapelo de la profesión oficial de fe occidental y cristiana del mundo, Cerda Rodríguez cree en una idea amplia de sacralidad integrada en la vida cotidiana del hombre andino. En esta cosmovisión, la relación entre los muertos, las huacas o wak’as (particularmente, las inmóviles, como piedras o lanas), los diablos, los duendes, los dioses tutelares, el cuerpo del muerto o antepasado y el hombre del altiplano, simplemente fluye y se concreta espontáneamente. No existen, en el mundo narrado, distinciones entre vivos, muertos y espíritus benignos o malignos; estas alteridades entran y salen de la cotidianeidad representada e interactúan con los personajes recreados en los textos. En el pensamiento indígena, el hombre está integrado en el cosmos y la naturaleza. Y a su vez, la muerte humana está integrada genéricamente a la muerte de la naturaleza, porque esta se rige por el orden originario del cosmos.

Joselín Cerda Rodríguez, el hombre y el artista, sentía el llamado de los Andes. Se abre a nosotros, los lectores, con la piel dispuesta a saturarse de la sugestión y el influjo de sus cerros y quebradas, de sus soledades, de sus inasibles presencias: Kokena, el duende, la viuda, el Runa-Uturunco, el Ucumar, el diablo o Zupay. Su ser se manifiesta en plenitud en contacto con la horizontalidad del altiplano, se regocija plácidamente en sus formas, aromas y colores, tal como lo hace el niño (figuración de sí mismo como personaje infantil, en Estampas del pasado) que va con su padre en su primer recorrido por la precordillera, en el relato titulado “Un viaje a mula”:

Piedra, adobes, paja, cardón, pircas, corrales y majadas y un parapeto para el descanso, un parapeto de piedra a modo de alero protector, […] es la primera vez que se encuentra en un pueblo colla del altiplano cordillerano. (2002: 9)

Antes de finalizar, quisiera expresar el anhelo de que estas líneas acerquen a los lectores a las obras del autor. Estas lecturas les descubrirán a un sujeto hablante lo suficientemente firme y coherente (como vengo sosteniendo) como para autorrepresentarse en pos de reconstruir -mediante la escritura y el ejercicio de la memoria y de la contramemoria- los vínculos consigo mismo, con su tierra, con sus semejantes, con sus muertos y con sus dioses; vínculos que lo constituyen como tal, como sujeto, y lingüísticamente porque también anda tras las huellas del quichua en contacto con el español. Y, puesto a elegir, la opción son siempre los indigenismos.

Seguí leyendo

Te Puede Interesar