(Publicado originalmente en Caldenia, Suplemento Cultural del diario La Arena, Santa Rosa, La Pampa, 28/10/2001)
Por Edgar Morisoli
(Publicado originalmente en Caldenia, Suplemento Cultural del diario La Arena, Santa Rosa, La Pampa, 28/10/2001)
Así como “El gran cacique” es –clásicamente- el poema del héroe, del cacique Guaicaipuro, el de Acosta es –sorprendentemente- el poema del antihéroe; Pedro Bohorquez, el falso Inca, a través de cuya peripecia poéticamente transitada y revivida aparece, en vigoroso contraluz, la rebelión del pueblo diaguita, el “Segundo alzamiento calchaquí” que terminaría con el desarraigo forzoso de ese pueblo y su dispersión punitiva tras la derrota, a distantes regiones por parte del poder español.
Libro del antihéroe, del impostor, del “embaydor”. Y al mismo tiempo, gran metáfora del poder, de su impostura y su fascinación.
Estamos ante una épica especial, la épica de los líricos, que cuando se da, adquiere una intensidad tremenda, inconfundible, única. Pienso en Heine, el íntimo poeta de los “lieder” y en su “Canto a los tejedores de Silesia”, cuando la dura lucha y cruenta represión de los obreros textiles de Alemania. Pienso en César Vallejo y en su “España, aparta de mí ese cáliz”, pienso en Miguel Hernández y su “Viento del Pueblo”; en Enrique Molina y su “Monzón Napalm”, estremecedor homenaje al heroísmo del pueblo vietnamita frente a la agresión yanqui… Todos ellos poetas esencialmente líricos, que al abordar la épica tocaron un registro de inigualable tensión, un “campo magnético” atravesado por corrientes deslumbrantes. Ése es el campo en que construye su poema Alejandro Acosta.
Pero no sólo construye un poema. Construye, junto a Roberto Rodríguez Aybar (coautor, más que un ilustrador) un bellísimo libro, una espléndida realización gráfica.
Un libro, un poema que si quisiera caracterizar, diría que es un “texto espacial”, un texto en el espacio, donde la página es un ámbito plástico, a la vez que textual, con un sabio e intencionado manejo de los blancos/silencios, y un metalenguaje de la propia tipografía, que acentúa la polisemia, la múltiple significación del poema, donde lo visual constituye así otra dimensión del texto.
El libro está recorrido por dos grandes corrientes en nupcias y en guerra, en diálogo y conflicto. Una, que puede leerse por separado, inclusive, la constituyen los títulos de los distintos cantos, que van hilvanando la Crónica. La otra corriente –representada por los textos de esos cantos- son el Mito, la Fábula, la Poesía en sí. Se oponen y se complementan, dotan al libro de una tensión y una dinámica dialécticas. Confrontan. Contraponen. Se reflejan mutuamente, se desmienten y se revelan, a veces con trágicos trazos de voltaje goyesco.
Esas dos corrientes, que por separado crean dos cauces paralelos –y una “circulación horizontal” de ambos a lo largo del libro-, en la verticalidad de cada página producen la confrontación, el choque del pedernal contra el eslabón, y con ello, la chispa, el relámpago, el fuego de la palabra poética. Esa doble circulación espacial –discurso y contradiscurso- dotan al libro de un perfil propio e inconfundible. Pero los textos de estos cantos –lo que he llamado la “segunda corriente”- no son una sola vena expresiva. En ella misma juegan el manejo interno del espacio (la página, los blancos) y lo que podríamos llamar el diálogo de las tipografías.
Manejo del espacio, danza de la línea dentro de ese espacio-página. Diversidad de voces a través de la tipografía…
A todos estos elementos, tan bellamente concitados por Acosta y Rodríguez Aybar, hay que agregar un lenguaje poético de inusual economía, sobrio y suntuoso a la vez, con gran poder de síntesis en la imagen, con modernidad y castizo sabor añejo al mismo tiempo: difícil amalgama. Una palabra de raro equilibrio entre el vértigo y la desmesura del personaje. Todo ello por obra y gracia (nunca mejor usada la expresión) de un poderoso aliento inspirador, un viento de creación que viene desde el fondo de la sangre y la memoria.
¿Quiénes dicen por boca del poeta? De un lado, el poder, los distintos rostros del poder: el gobernador Alonso de Mercado y Villacorta; el Obispo, Fray Melchor de Maldonado y Saavedra; los misioneros jesuitas, y, (con sus propios y distintos proyectos de poder), capitanes, soldados, mesnadas conquistadoras… la espada y la cruz. La cruz como espada. Las espadas en cruz.
Del otro lado, el contrapoder. Las voces de la tierra que no hablaban “la Castilla”, sino el cacán o el quichua. Los caciques, el pueblo diaguita, los sucesores de Juan Calchaquí, los hijos de ese largo río que baja desde los pies de la Puna; desde Tolombón o Santa María o Hualfín o Londres de Pomán, y viene a terminar su lento viaje en el Paraná, en Santa Fe, allí donde me intrigara, de muchacho, la presencia de aquel nombre en los viejos mapas: “¡Calchaquí!”.
Y entre el poder y el contrapoder está él: Pedro Bohorquez y Girón, o Chamizo, o Chamizo, el impostor, el embaydor, el burlador burlado, el aventurero de trágico sino cuya cabeza aúlla desde la pica postrera, victimario y víctima. El “seductor”, como lo llama el poema, seducido y alucinado por las huacas de oro, por los tesoros ocultos y soñados de Calchaquí. Es que el poeta ya no tiene rostro: es todos, sucesiva o simultáneamente, parque en el crisol de la creación, el mito es la esencia de la verdad.