Rodrigo L. Ovejero
Rodrigo L. Ovejero
De vez en cuando, caminando por el centro de San Fernando del Valle de Catamarca, la vida me da la oportunidad de llevar a cabo una de mis actividades favoritas, que combina la gratuidad con la posibilidad de molestar a terceros. Me refiero a la posibilidad de arruinar la foto a unos turistas. La gente sonríe con la catedral de fondo, dispuesta a inmortalizar su viaje a nuestra ciudad, y yo, mezcla rara de último linyera y pasajero del tren a tribunales, sonrío con ellos.
Arruinar fotografías –el inglés, idioma siempre avasallante y práctico, trata de imponernos el término photobombing- es un pasatiempo que exige oportunismo y atención. Por mi parte, me manejo con el mismo nivel de alerta de un leopardo en el Serengueti, oteando el horizonte en búsqueda de una gacela, sobre todo cuando paso por puntos de interés turístico, como la iglesia mencionada. Es por eso que estoy viviendo el éxito del turismo en Catamarca con una alegría enorme. En años anteriores no tenía tantas oportunidades de colarme en fotografías familiares, pero ahora es casi como pescar con dinamita, son raras las ocasiones en las que no hay nadie tomándose una foto que uno pueda arruinar.
Mi meta es ambiciosa, no solo quiero aparecer en algunas fotos. Quiero aparecer en tantas que, en algún momento, algunos turistas que se conozcan entre sí adviertan mi presencia en sus recuerdos, y poco a poco empiece a divulgarse el rumor del extraño que aparece frente a la catedral catamarqueña, saludando afablemente (procuro siempre saludar con una amabilidad que no demuestro en ningún otro ámbito de mi vida). Y que esto escale hacia las preguntas lógicas que dispare el turismo religioso, tan usual en nuestra ciudad. "¿Es un santo?" "¿Es un ángel?" "¿Es un enviado del señor?" La imaginación de la gente es prodigiosa y necesita de chispas diminutas para generar hogueras de suposiciones.
Retomando una costumbre ya perdida de esta columna, aprovecho para recordar que sobre una temática similar ha escrito Hernán Casciari, en su libro “El pibe que arruinaba las fotos” (aunque en rigor de verdad en ese caso él lo hacía en fotos que le tomaban a él junto a otras personas, no se inmiscuía en recuerdos ajenos). Y en un plano sobrenatural, algo similar le ocurría al protagonista de “Están entre nosotros”, una de las mejores películas de terror que he visto.
En fin, hoy voy a salir a caminar, y aunque es muy grande la ciudad, presiento que en alguna foto he de aparecer, de aquí a unos años, saludando como si conociera de toda la vida a esa pareja que adelante mío sonríe, ignorando la intrusión. Y un día, dentro de diez o veinte años, una tarde que llueva demasiado para salir a pasear, se pondrán a ver esas fotos, recordarán lo lindo que la pasaron en nuestra ciudad, y se preguntarán quién es el boludo que sonríe y levanta la mano bien al fondo, en las escalinatas de la catedral.