Hace unos días, observando una taza de té, se me dio por pensar en Yiya Murano, la envenenadora de Montserrat. Siempre me pareció curioso que se la asociara al lugar en el que vivía cuando asesinó a sus amigas poniendo cianuro en sus tazas, qué caprichosa es esa manera de distinguir a algunos malhechores. Me pregunto si el municipio de Montserrat lo utilizará como as publicitario: “Si no sabés dónde pasar el verano, vení a Montserrat, hogar de Yiya Murano”.
Me tomo esta columna muy en serio y por eso tuve que investigar un poco acerca de Yiya, no era cuestión de andar tirando datos sin chequear, y descubrí atónito que, al momento de sus crímenes, tenía solamente 49 años. El relato posterior convirtió a esta mujer de mediana edad en una anciana amable, una abuelita típica, quizás porque resultaba mucho más terrorífico y llamativo pensar en una viejecita adorable que ocultaba un monstruo bajo su fachada gentil –una reminiscencia de viejas fábulas y cuentos- en lugar de una mujer de cinco décadas, esa tierra de nadie entre la adultez y la vejez. Es por eso que por mucho tiempo su historia fue una crónica de los peligros de no asegurar una jubilación mínima digna, del mismo modo en que Breaking Bad alertaba las posibles consecuencias de la falta de un sistema de salud pública. Antes de escribir esta columna, en una muestra de mi inquebrantable fe en la humanidad, creía que Yiya jamás habría envenenado a sus amigas si le hubiera alcanzado para el Lotrial y los Jockey Suaves. En fin, otra decepción.
Los años pasaron y Yiya salió de la cárcel. No parecía arrepentida de sus costumbres gastronómicas y hasta llegó a defenderse planteando que nunca había invitado a nadie a comer. Mirtha Legrand, entonces, decidió invitarla a almorzar con ella, en su conocido programa de televisión –otro día hablaremos de la treta de Legrand para evitarse el tedio de cocinar durante toda su vida- demostrando de tal modo su condición de pionera del oportunismo mediático. Puede plantearse que invitar a una asesina convicta a hablar de su caso, para todo el país, a la hora en que la familia se reúne frente al televisor, no fue la mejor idea desde un punto de vista ético, pero a mi modo de ver las cosas el daño ya estaba hecho, nadie más iba a morir –esta vez- porque Yiya bromeara un poco acerca del contenido de sus saquitos de té. Incluso, creo que debimos seguir por ese camino, y siempre me llamó la atención que algunas marcas no aprovecharan el tirón publicitario de semejante figura. Imagine el lector una publicidad a página completa, justo al lado de esta columna, en esta misma publicación de prestigio, en la que Yiya sostiene un aerosol insecticida y debajo de ella destaca una frase pegadiza: “Usá Cuca-Zap, para que no se te escape ninguna”.